domingo, agosto 28, 2005

Orgullo de quien sabe manejar un martillo

Se supone que la gente creativa o poderosa es la que más cree en los elogios que recibe. Conozco a muchísimos artistas, escritores, poetas, músicos, actores, funcionarios públicos y críticos de arte; me consta, sin embargo, que las personas más sensibles a la adulación son los cerrajeros, los marqueros, los carpinteros y los yeseros de mampostería de obra. No se trata de vanidad ni de soberbia, sino de orgullo: una cualidad —¿defecto, virtud? no sé— definible como la satisfacción ante los buenos resultados de un oficio, de un saber hacer que se ejercita con una facilidad adquirida tras un entrenamiento durísimo. Es una cualidad rara en estos tiempos, y bien propia de ese noble arcaísmo viviente que es la aristocracia obrera. Dicen que la tienen también los matriceros, los fresadores, y todos los que pasan su oficio de padres a hijos como hacían los artesanos de la Edad Media.

Obsérvese a un tipo con un martillo: un tipo que sabe manejar un martillo es una especie de semidiós. Qué digo semidiós, es el mismísimo Thor en acción. De un tipo que haya aprendido los secretos de cómo calibrar la fuerza, la aceleración, la velocidad, la dirección, el sesgo de los mazazos que da sobre un clavo, formón o cincel, se puede decir que domina un pequeño universo. A ese dominio lo ha adquirido con sudor. Ese hombre no fue a la Universidad. No pasó más exámenes que los del ojo alerta de sus oficiales. A lo largo de toda una juventud como aprendiz se abrió paso hasta la maestría, literalmente, golpe a golpe. Ahora al placer de tener un mundo entre sus manos no se lo quita nadie. Aunque sea un mundito que cabe en una cerradura de una puerta. Él es un Zeus, un Júpiter en plena tormenta, manejando el rayo y el trueno. La serenidad que obtiene de eso es celestial.

El buen carpintero desconoce la humildad. "Observe la calidad de la terminación", es perfectamente capaz de decir de la ventana que él mismo acaba de labrar. Observe a su vez usted cómo pronuncia la palabra "terminación": se le cae la baba de una satisfacción tan honesta y pura que él no considera preciso el decoro de disimularla. A esa ventana él no le ha puesto una tarde: se le ha ido parte de la vida en esa lucha con los elementos de la que muy pocos más son capaces. Su ser se funda en ese hacer, y en poco más. Hay que ver con qué cariño, que nunca deja de entreverse entre los movimientos abruptos del cansancio, guarda sus herramientas, ordena la viruta, observa con ojo crítico y a la vez con admiración su propia obra.

Una parturienta primeriza no se sentiría menos merecedora de flores.

¿No es asombroso que pida una escoba y se ponga a barrer la viruta? ¿O cómo se pone a darle charla a usted, cliente, y demora en forma deliberada el momento en que usted le pague? ¿O cómo, en silencio cortés, espera acaso que usted lo convide "aunque sea con agua", café, unos mates? Lo que quiere ese hombre es contemplar su obra, y disfrutar de la satisfacción de contemplarla. ¿Nunca vio usted con qué grave melancolía afirma y hasta acaricia las sogas que atan a su hijo recién parido en "la chata" que se lo lleva para siempre, y a la que mira alejarse? Admírelo. El hombre que sabe manejar un martillo es el más triste y el más alegre de los hombres.

Beatriz Vignoli

(Publicado originalmente en Kaputt)