miércoles, agosto 31, 2005

¿Qué teatro necesitamos?

“Un teatro casi ‘perfecto’ (virtuosidad de los actores, cuidado infinito de las luces, belleza simple del dispositivo escénico, lengua trabajada, a la vez ruda y poética...) pero liviano y puro, es decir dirigido hacia lo esencial, frontal y enérgico, que le pida al público el apoyo de su risa, de su presencia de su concentración. Un teatro cuya pureza móvil haga tambalear la morosidad timorata de las opiniones establecidas. Queremos un teatro que no sea un espejo -o un doble- del mundo a la vez confuso, frenético y estancado al que nos arrastra la sombría dictadura de las ganancias. Que sea un esclarecimiento, una elucidación, una incitación.
(...)
El teatro debe pensar su propia Idea. Solo nos puede guiar la convicción de que, hoy mas que nunca, el teatro, en la medida en que pensa, no es un dato de la cultura, sino que es arte. El público no va al teatro para que allí se lo cultive. No es un repollo. El teatro compete a la acción restringida, y toda confrontación con el índice de audiencia será para él fatal. El público va al teatro para ser sorprendido. Sorprendido por las ideas-teatro. No sale de allí cultivado sino aturdido, cansado (pensar cansa), ensimismado. No encontró, ni siquiera en la risa mas enorme, con qué satisfacerse. Encontró ideas de las que él no sospechaba la existencia.”
Alain Badiou "Imágenes y palabras" (2005)

martes, agosto 30, 2005

bee

domingo, agosto 28, 2005

Introducción



Los creadores son duros
Friedrich Nietzsche


No parece en absoluto destinado a los trabajos de la inteligencia. Su campo de acción es la materia y todo lo que de una u otra forma esta clavado a ella.

Lo que una mano levanta él lo hecha abajo (ya está cediendo, ya cae, ya desapareció). Si así debe ser así es: esa es su dialéctica moral, de la que solo se aleja a la hora de teorizar.

Es una locura haber concebido un objeto tan perfecto y delicado solo para ser golpeado. La sola mención de su mar lo vuelve innavegable. Paradójico: escribe la palabra martillo y te sentirás tentado a cabalgar la T del crucifijo. ¿Diremos entonces que podría dar cuenta del destino de los hombres? ¿Esas olas alargadas, lentas, de mar muerto, que irán a golpear la costa como martillos? Demasiado es lo que oculta. Esta es la geografía del martillo: a babor, un mar a contrapelo (digamos que nuestro barco apenas se mueve), una nube de combate, el horizonte; a estribor, delfines.

Quisiera volverse imán de tanto ser golpeado.

Es así como nutre sus pájaros el alma: con una continua relación de indiscreciones. ¿Cómo se puede no amar esta simple herramienta? Si consideráramos sacro al martillo la nuestra sería una sociedad más altruista, en la cual todo sería conservado con gran cuidado, y en la cual una vida normal, vulgar como la mía, podría inspirar bien tristes biografías.

Como cuando delante del martillo suelto mi "ah" llenando de esta forma el vacío hasta entonces existente entre las líneas. Cuando la nube extiende el brazo: he ahí un martillo. De la nada modela un tablón, liso como una cicatriz. Poco después, descansa. Oigámoslo:

Finalmente se sale del infierno,
pero por más que se medite,
pero por más que se medite,
el fenómeno no se explica.


Guillermo Piro

Orgullo de quien sabe manejar un martillo

Se supone que la gente creativa o poderosa es la que más cree en los elogios que recibe. Conozco a muchísimos artistas, escritores, poetas, músicos, actores, funcionarios públicos y críticos de arte; me consta, sin embargo, que las personas más sensibles a la adulación son los cerrajeros, los marqueros, los carpinteros y los yeseros de mampostería de obra. No se trata de vanidad ni de soberbia, sino de orgullo: una cualidad —¿defecto, virtud? no sé— definible como la satisfacción ante los buenos resultados de un oficio, de un saber hacer que se ejercita con una facilidad adquirida tras un entrenamiento durísimo. Es una cualidad rara en estos tiempos, y bien propia de ese noble arcaísmo viviente que es la aristocracia obrera. Dicen que la tienen también los matriceros, los fresadores, y todos los que pasan su oficio de padres a hijos como hacían los artesanos de la Edad Media.

Obsérvese a un tipo con un martillo: un tipo que sabe manejar un martillo es una especie de semidiós. Qué digo semidiós, es el mismísimo Thor en acción. De un tipo que haya aprendido los secretos de cómo calibrar la fuerza, la aceleración, la velocidad, la dirección, el sesgo de los mazazos que da sobre un clavo, formón o cincel, se puede decir que domina un pequeño universo. A ese dominio lo ha adquirido con sudor. Ese hombre no fue a la Universidad. No pasó más exámenes que los del ojo alerta de sus oficiales. A lo largo de toda una juventud como aprendiz se abrió paso hasta la maestría, literalmente, golpe a golpe. Ahora al placer de tener un mundo entre sus manos no se lo quita nadie. Aunque sea un mundito que cabe en una cerradura de una puerta. Él es un Zeus, un Júpiter en plena tormenta, manejando el rayo y el trueno. La serenidad que obtiene de eso es celestial.

El buen carpintero desconoce la humildad. "Observe la calidad de la terminación", es perfectamente capaz de decir de la ventana que él mismo acaba de labrar. Observe a su vez usted cómo pronuncia la palabra "terminación": se le cae la baba de una satisfacción tan honesta y pura que él no considera preciso el decoro de disimularla. A esa ventana él no le ha puesto una tarde: se le ha ido parte de la vida en esa lucha con los elementos de la que muy pocos más son capaces. Su ser se funda en ese hacer, y en poco más. Hay que ver con qué cariño, que nunca deja de entreverse entre los movimientos abruptos del cansancio, guarda sus herramientas, ordena la viruta, observa con ojo crítico y a la vez con admiración su propia obra.

Una parturienta primeriza no se sentiría menos merecedora de flores.

¿No es asombroso que pida una escoba y se ponga a barrer la viruta? ¿O cómo se pone a darle charla a usted, cliente, y demora en forma deliberada el momento en que usted le pague? ¿O cómo, en silencio cortés, espera acaso que usted lo convide "aunque sea con agua", café, unos mates? Lo que quiere ese hombre es contemplar su obra, y disfrutar de la satisfacción de contemplarla. ¿Nunca vio usted con qué grave melancolía afirma y hasta acaricia las sogas que atan a su hijo recién parido en "la chata" que se lo lleva para siempre, y a la que mira alejarse? Admírelo. El hombre que sabe manejar un martillo es el más triste y el más alegre de los hombres.

Beatriz Vignoli

(Publicado originalmente en Kaputt)

sábado, agosto 27, 2005

Uno